El matrimonio tenía dos hijos: un chico y una chica. Una estudió medicina, el otro en el campo. Con el tiempo observaron que los detalles de boda parecían eternos, los mimos eran cosa de dos y, aunque se tenían el uno al otro, la casa olía a soledad.
La época de los cuatro había pasado.
Ahora las tardes de lluvia las pasaban recordando. Humos del pasado en estado puro: la niña con su muñeca preferida, el niño con una pelota, los vasos y figurillas rotas que cortaban los juegos... La rueda de la vida había dado más de media vuelta.
En una noche de invierno, de chocolate con churros, decidieron adoptar. Ni un niño ni una niña, ¡ya tenían! Separaron al cachorro de la madre, una madre con tantos que no tuvo tiempo de lamentar la falta, una madre que perdió a sus pequeños como un árbol muerto las hojas.
La mujer volvió a dar el biberón, el padre a pisar orín; ambos estaban contentos. El perro creció, le dolían las encías, ya casi tenía los dientes fuera. ¿El remedio? una muñeca desgastada por el uso. El río del tiempo continuó su curso, el perrito ya sabía traer pelotas pero también romper detalles de boda.
Estaban contentos, volvían a cocinar para tres y el olor a soledad desaparecía junto al de los niños.
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