domingo, 14 de septiembre de 2008

La muerte de la campana

Era una mañana calurosa de agosto, primer domingo de mes y, por fin, estaba de vacaciones. Nada de madrugar, nada de informes, nada de metros... sólo la playa en el piso nuevo. Habían llegado el jueves y el viernes desempaquetaron las cosas (todavía no sabía cómo cupieron tantas en el coche). El sábado todavía estaban poniendo cosas en su sitio.
¡Pero al fin era domingo! El primer domingo de otros tres en que se podría levantar tarde.
En la oscuridad palpó el lado derecho del colchón, su mujer continuaba acostada. Eran las siete de la mañana, la hora de la oficina. Ildefonso abrió un momento los ojos feliz por no tener que levantarse; llevaba todo el año esperando ese primer domingo.
- Jódete, cabrón - lo pronunció en un murmuro, como un suspiro del alma.
Ildefonso se volvió a dormir sonriendo al pensar en su jefe; al pensar en ese maldito cerdo sudado entre montones de papeles.
Ding, ding, ding
¿Qué coño era eso? ¿Un maldito despertador? ¿Qué clase de capullo ponía un puto despertador en vacaciones?
De nuevo abrió los ojos. Ding, ding, ding. Venía de fuera del bloque. Aún dormido Ildefonso abrió la ventana; aunque tardó un par de minutos, todavía no dominaba el mecanismo. Tras su bloque se erguía una ermita, de las pequeñas. De las que hacen la misa fuera por falta de espacio.
El metal seguía aullando en su llamada a misa. Furioso se preguntó cómo cojones podía hacer tanto ruido una campana de un palmo. Se vistió refunfuñando y se fue a desayunar.
Se sentía furioso, le habían fastidiado el primer domingo de vacaciones pero no permitiría que la semana siguiente pasara lo mismo. El lunes le oirían en el ayuntamiento. Tomó el café de pie, costumbre de la oficina. Según la nota de la nevera su mujer, Amparo, había ido a la clase de Pilates. "Bueno, como mínimo es gratis" se dijo.
Debajo de la nota agregó: comprar leche y café. Irían el lunes a mediodía, después de poner la reclamación en el ayuntamiento. Hacía un par de semanas que habían abierto un supermercado y, según se rumoreaba, las tiendecitas heredadas de padres a hijos ya notaban la competencia. Bien, que se jodan los paletos, pensó Ildefonso.
Al domingo siguiente Ildefonso, durmió hasta tarde con una sonrisa, la campana estaba muda.



Epílogo

A los dos años Ildefonso había mal vendido el piso incapaz de pagarlo y estaba deseoso de encontrar un nuevo cabrón; recorte de presupuesto en la empresa, le dijeron. En ese tiempo el pueblo se había transformado, era algo frío e impersonal con montañas de cemento vacías en lugar de paisaje verde.
La mitad de los establecimientos familiares habían desaparecido, los jóvenes se marchaban a las ciudades y el ayuntamiento no recogía dinero.
Lo único que no cambió fue la campanilla, muda a las nueve.

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