domingo, 29 de noviembre de 2009

El atractor

Los rayos del Sol se reflejaban como si estuviera formado de agua. Sólo que no lo estaba, ¡ya les gustaría a muchos! A lo lejos el aire se enturbiaba y danzaba como el vapor en el mar. ¡Cuantas gotas de agua se había tragado! Caían y apenas tocaban su superficie se esfumaban. Los granos de arena se abrían momentáneamente como una boca y... zas todo rastro de la gotita desaparecía.
La planicie del desierto era un inmerso atractor para el pueblo. Sólo con despistarse un momento y mirar los billones de granitos estaban perdidos. Los pies cobraban vida propia y comenzaban a andar.
La mente era un hervidero de pensamientos. Si se tenía un razonamiento científico se preguntaba por la formación, por el número de granos, la influencia en la vida... Los poetas componían odas al océano de arena, los filósofos se estremecían ante la pequeñez del ser humano, los religiosos daban las gracias... Pensamientos que se repetían en las personas pero que ninguno transmitía.
Tras horas deambulando el dolor de los pies los hacían volver aturdidos, lejos del poblado y sedientos. Sentían los labios agrietados, como si parte de su ser se estuviera descomponiendo, la boca pastosa y la lengua muerta en su caverna de carne.
Por inercia seguían caminando; con cada caída algo se quedaba. Los granos volvían a ser bocas que succionaban. Poco a poco el intruso se fundía con el desierto, el viento corroía sus huesos. Un proceso que se repetía siete u ocho veces. Entonces, inmóvil, el desierto se mostraba en su esplendor.
De la nada aparecían cientos de insectos que arrancaban fragmentos de la antigua vida. Pedacitos de carne para alimentar otra carne. De la humedad del cuerpo brotaba un verde tapiz que adornaba el resbalar del Sol.
Nada se desperdiciaba en el océano de arena. Todo era un único ser en un ciclo inmortal.

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