jueves, 27 de agosto de 2009

La otra orilla

El mundo era un diminuto punto; en el metro las estatuas le recordaban al trabajo. Era su pasión, no un estúpido trabajo que lo dejaba insatisfecho y cabreado.
No, era una actividad apasionante. Al igual que algunos disfrutaban viendo el fútbol o corriendo él gozaba con cada nuevo reto que aparecía en su mesa.
¡Que inmensa y virgen montaña de papeles por escalar! Regiones del espacio en que nadie se había adentrado. Sus compañeros lo consideraban un genio destinado a las mayores aspiraciones del intelecto.
Pero en su interior había una diminuta mecha. Casi imperceptible. Quizás ni sabía que existía o tal vez sólo se concentraba en el trabajo para olvidarla.
Un día sin esperarlo, a traición, la mecha prendió con unos ojos intensos que lo miraban desde la otra orilla de la calle.
El diminuto punto estalló, el mundo se invirtió, el norte pasó a ser el sur, arriba el suelo, el fútbol divertido y el trabajo un castigo.
El genio había muerto.

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