domingo, 20 de septiembre de 2009

Una típica calle de pueblo


De lejos y a primera vista era una calle típica de pueblo: puertas y ventanas de madera, casas bajas y de amplias fachadas, anchura insuficiente para más de dos coches en paralelo. Hasta el licuado y negro asfalto oscilaba por el calor como en tantos otros sitios. 
Nada inusual, nada especial.
Pero al penetrar en ella las particularidades saltaban al interior de los sentidos. Algunos lugareños tenían en las ventanas macetas de barro con flores. Unos pequeños charquitos difuminados al azar reflejaban el verde de todas las ventanas. Incluso si se agudizaba la vista se podían ver marcas de pelotas en alguna pared blanca.
Aunque lo que rebelaba que estaba viva, que casi se podía sentir el tum-tum del corazón de la calle, era una débil brisa que se colaba por el cruce con otra. Un ligero zumbido que envolvía al visitante atrayéndolo con cantos de sirenas. Un suave viento que arrastraba los papeles y las hojas hasta un rincón en que se elevaban en un torbellino como si un inmaterial ser se divirtiera levantándolos. En aquel punto uno podía pasar horas viendo como subían perezosas para luego caer entre resplandecientes motitas de polvo. 

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